Esa mañana hasta parecía aquella historia de matones alquilados en la que el cliente miraba por la ventana la noche oscura mientras saboreaba el humo de su habano recién encendido.
Ah como saborea uno el sabor de las cosas cuando salen bién.
El día en que morí me levanté temprano. Media hora antes de lo acostumbrado.
Salí a encender el auto, porque en éstas fechas no es muy bueno moverlo en frío. Recuerdo que corría un vientecillo leve, que me recordaba un par de noviembres pasados ya.
Un par de tazas de café en ayunas y un suéter, por aquello del frío. Hice un almuerzo lánguido, pues presentía que ni siquiera lo iba a probar. Había dormido poco, pero aún así me levanté con la energía con la que cualquiera se levanta en un buen día.
Guardé mi almuerzo entre servilletas y lo puse en una bolsa. Me subí al auto y me dirigí al lugar pactado un día antes. Bajé la ventanilla, y aunque el aire estaba frío, ya me había acostumbrado a conducir así.
Eché un vistazo al camino que recorría a diario, como si fuera la última vez. La vieja escuela, la cuesta empinada, el semáforo y la fuente congelada.
Conducía con un extraño placer que me proporcionaba el frío aire, ése que cala en los huesos. Aquella blancura de mente que me relajaba como siempre, y como nunca.
Y al fin llegué, di la vuelta y me estacioné donde siempre, frente al consultorio del dentista. Encendí la radio y me recosté en el asiento. El guardia del juzgado de enfrente estaba barriendo la estancia, como todas las mañanas.
Abrí la guantera y saqué la cajetilla de cigarros, quedaba sólo uno, y lo encendí.
Disfruté de la música, y creo que hasta tarareé uno que otro verso.
Terminé mi tabaco y exhalé la última bocanada. Seguía recostado en el asiento.
Tantas memorias cruzaban mi mente, tantos momentos y tantas historias, algunas no terminadas aún. Pero por alguna razón, no me importaba ninguna.
Entreabrí los ojos y ví cómo el sol apenas se asomaba por el horizonte. Las lámparas de los postes dejaban poco a poco de brillar.
Entonces sentí un leve calor en la garganta y el pecho mojado. No podía articular palabra, sentía que me ahogaba.
Traté en vano de manotear la manija de la puerta y salir del auto, pero lo único que logré fueron un par de gritos ahogados y mi brazo fuera del auto.
Esa ventanilla baja, esa costumbre de manejar así fué lo que facilitó todo.
Y esa mañana morí.