domingo, 22 de noviembre de 2009

No volveré

Pero qué triste noche hacía anoche. Triste y fría, como los días de invierno, que este año se han adelantado.

Tuve que levantarme de mi lecho, sacudir mi traje negro e irme a vaguear por ahí. Todavía temblaban mis rodillas.

Llegué quién sabe como ni porqué hasta la vieja cantina que frecuentaba en mis años mozos, que decirlo de sobra sale, fueron pocos.

Me senté a la barra, y no pedí nada. Mi amigo el hijo del cantinero sabía lo que yo tomaba, aunque hacía años que no lo visitaba.

Empiné el codo de un solo trago, como se toma el tequila, sin limón, sin sal y sin hacer muecas.

Canté la llorona, paloma negra y un mundo raro. Me morí, mujer, y tu música nunca que llegó.

Y ya en el último trago, me despedí, no quise saber más. Empezaba a recordar, y eso, para un viejo esqueleto que soy, no es muy útil.

Así que me levanté, salí de la cantina y caminé hasta el final de la calle, después del portón doblé a la izquierda, muchos saben porqué.

Volví a mi lecho, abrí la puerta y me recosté. No volveré hasta el próximo año. Ojalá que estos tragos me alcancen. Y ojalá que el invierno no sea tan cabrón.

martes, 17 de noviembre de 2009

Amores efímeros

Él se había levantado muy temprano. Un par de horas antes de que saliera el sol, y con una taza de café emprendió el viaje.

Ella normal, aún dormía a esas horas.

Él tuvo que parar 20 minutos en la carretera. Reparaciones y reconstrucciones.

Ella despertó y se metió a bañar. Alistó sus papeles y desayunó.

Él llegó a la primer parada y dejó un paquete en un domicilio cerca de la carretera.

Ella releyó por última vez el repaso del exámen. Tenía que estar todo perfecto para el momento.

Él arribó a la segunda parada, el tráfico mañanero era de lo peor.

Ella salió de su casa y caminó rumbo al norte.

Él cruzó media ciudad en cuarenta minutos antes de mirarla.

Ella recorrió la plaza y en la calle Pino Suárez frente al Banco Azul se detuvo por el tráfico.

Él la miró cuando el semáforo cambió a verde. No tuvo mucho tiempo.

Ella le correspondió la mirada un momento.

Nunca volverán a verse.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Esa mañana

Esa mañana hasta parecía aquella historia de matones alquilados en la que el cliente miraba por la ventana la noche oscura mientras saboreaba el humo de su habano recién encendido.

Ah como saborea uno el sabor de las cosas cuando salen bién.

El día en que morí me levanté temprano. Media hora antes de lo acostumbrado.

Salí a encender el auto, porque en éstas fechas no es muy bueno moverlo en frío. Recuerdo que corría un vientecillo leve, que me recordaba un par de noviembres pasados ya.

Un par de tazas de café en ayunas y un suéter, por aquello del frío. Hice un almuerzo lánguido, pues presentía que ni siquiera lo iba a probar. Había dormido poco, pero aún así me levanté con la energía con la que cualquiera se levanta en un buen día.

Guardé mi almuerzo entre servilletas y lo puse en una bolsa. Me subí al auto y me dirigí al lugar pactado un día antes. Bajé la ventanilla, y aunque el aire estaba frío, ya me había acostumbrado a conducir así.

Eché un vistazo al camino que recorría a diario, como si fuera la última vez. La vieja escuela, la cuesta empinada, el semáforo y la fuente congelada.

Conducía con un extraño placer que me proporcionaba el frío aire, ése que cala en los huesos. Aquella blancura de mente que me relajaba como siempre, y como nunca.

Y al fin llegué, di la vuelta y me estacioné donde siempre, frente al consultorio del dentista. Encendí la radio y me recosté en el asiento. El guardia del juzgado de enfrente estaba barriendo la estancia, como todas las mañanas.

Abrí la guantera y saqué la cajetilla de cigarros, quedaba sólo uno, y lo encendí.

Disfruté de la música, y creo que hasta tarareé uno que otro verso.

Terminé mi tabaco y exhalé la última bocanada. Seguía recostado en el asiento.

Tantas memorias cruzaban mi mente, tantos momentos y tantas historias, algunas no terminadas aún. Pero por alguna razón, no me importaba ninguna.

Entreabrí los ojos y ví cómo el sol apenas se asomaba por el horizonte. Las lámparas de los postes dejaban poco a poco de brillar.

Entonces sentí un leve calor en la garganta y el pecho mojado. No podía articular palabra, sentía que me ahogaba.

Traté en vano de manotear la manija de la puerta y salir del auto, pero lo único que logré fueron un par de gritos ahogados y mi brazo fuera del auto.

Esa ventanilla baja, esa costumbre de manejar así fué lo que facilitó todo.

Y esa mañana morí.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Rastro

Pienso en ti, cierro mis ojos y te miro a mi lado preguntándome porque.

Miro el humo y veo un recuerdo. Tabú.

Tiemblo y me abrazas.

Mi viaje dura lo que una gota de agua en un vidrio sucio.

Como una buena canción, recuerdos en sueños de mi casa.

Tu suplente está aquí, descubierta por el hueco de mis zapatos.

Tarde o temprano el sueño termina, la canción se acaba, el humo se va.

Pero deja un rastro.

Ruido silencioso

Mi espera es chocolate, un momento como añil.

Unos labios bién dibujados, son sólo rastros de sequía, cenizas.

Acrobacias de fuego con mis manos. Cicatrices.

La luna oscura no alumbra, como tu silenciosa voz.

Metal en mi boca como la fría noche, me quedo así.

Señales borrosas diste, detalladas pero tarde.

Y cuando todo oscurece, un estruendo termina con todo.